La película de ciencia ficción típica tiene una forma
tan predecible como la de un western,
y está constituida por elementos que, para el que para el que está
acostumbrado, son tan clásicos como la pelea del salón, la maestra rubia del este y el duelo a revolver de la
desierta calle mayor.
Un guión se desarrolla en cinco fases
1. La llegada del objeto. (Aparición de los monstruos, aterrizaje de la nave
espacial extraña, etcétera.) Habitualmente, esto es presenciado o sospechado
por solo una persona, un joven científico en el curso de un trabajo de campo.
Nadie, ni sus vecinos, ni sus colegas, le creerán durante un tiempo. El héroe
no está casado, pero tiene una novia agradable, aunque también incrédula.
2. Confirmación del informe del héroe por multitud de testigos presenciales de
un gran acto de destrucción (Si los invasores son seres de otro planeta, un
infructuoso intento de parlamentar con ellos e invitarlos a marcharse
pacíficamente.) La policía local es convocada para hacer frente a la situación
y masacrada.
3. En la capital del país tienen lugar reuniones cumbre entre científicos y
militares, y el héroe da explicaciones ante un plano, un mapa o una pizarra. Se
declara el estado de emergencia nacional. Informes de nuevas destrucciones.
Llegan autoridades de otros países en negras limusinas. Todas las tensiones
internacionales ceden ante la emergencia planetaria. Esta fase suele incluir un
rápido montaje de noticias radiadas en varias lenguas, una reunión en la ONU y
nuevas conferencias entre militares y científicos. Se hacen planes para
destruir al enemigo.
4. Nuevas atrocidades. En algún momento la novia del héroe se halla en grave
peligro. Contraataques masivos de fuerzas internacionales, con brillante
exhibición de cohetes, rayos y otras armas avanzadas, resultan estériles.
Enorme número de bajas militares, generalmente por incineración. Las ciudades
son destruidas y/ o evacuadas. Hay aquí una escena obligada de multitudes
dominadas por el pánico, huyendo en desorden por una autopista o un largo
puente, dirigida por numerosos policías que, cuando la película es japonesa,
llevan inmaculados guantes blancos, manifiestan una calma preternatunal y
gritan en inglés de doblaje, “No se detengan. No hay por qué alarmarse”.
5. Más conferencias cuyo tema es: “Deben ser vulnerables a algo”. En tanto, el
héroe ha estado trabajando en un laboratorio con este fin. La estrategia final,
de la que todas las esperanzas dependen, es lanzada; el arma final –muchas
veces un ingenio nuclear superpotente y todavía sin experimentar- es montada.
Cuenta atrás. Rechazo definitivo del monstruo o los invasores. Intercambio de
felicitaciones, mientras el héroe y su novia se abrazan y, mejilla contra
mejilla, escudriñan los cielos resueltamente. “¿Será el último…?”
La película que he descrito sería en color y pantalla panorámica. Otro guión
típico, el que expondremos a continuación es más simple, adecuado para
películas en blanco y negro, con un presupuesto menor. Tiene cuatro fases.
1. El héroe (habitualmente, pero no siempre, un científico) y su novia, o su
esposa y sus dos hijos, están pasándolo bien en algún tranquilo lugar
ultranormal de clase media –su casa en un pueblo, o de vacaciones (acampando,
remando)-. De pronto algo comienza a comportarse de modo extraño; o alguna
inofensiva forma de vegetación crece monstruosamente y echa a andar. Si el
personaje es representado al volante de un automóvil, algo horripilante surge
en medio de la carretera. Si es de noche, extrañas luces se entrecruzan vertiginosas
en el cielo.
2. Después de seguir las huellas del objeto, o determinar que “aquello” es
radioactivo, o andar huroneando por el inmenso cráter –en resumen, después de
llevar a cabo una rudimentaria investigación-, el héroe intenta precaver a las
autoridades sin resultado; nadie cree en lo ocurrido. Pero el héroe tiene otra
idea. Si el objeto es tangible, la casa es cuidadosamente protegida. Si el
extraño invasor es un parásito invisible, es convocado un doctor o un amigo que
no tarda en ser asesinado o “poseído” por el objeto.
3. El consejo de otras personas consultadas demuestra ser inútil. Entre tanto, “aquello”
sigue cobrándose víctimas en la ciudad, que permanece inverosímilmente aislada
del resto del mundo. Impotencia general.
4. Una de dos posibilidades: O bien el héroe se prepara a librar combate solo,
y accidentalmente descubre el punto vulnerable del objeto, destruyéndolo; o
bien consigue salir de la ciudad por algún medio, y logra presentar el caso
ante autoridades competentes. Estas, en la misma línea del primer guión, pero
en menos tiempo, despliegan una compleja tecnología que (después de fracasos
iniciales) termina por prevalecer contra los invasores.
Otra versión del segundo guión se inicia con el héroe
científico en su laboratorio, emplazado en la planta baja o en los sótanos de
su agradable y lujoso hogar. En sus experiencias, sin pretenderlo, causa una
horrible metamorfosis en alguna clase de plantas o animales que se hacen
carnívoros y escapan a su control. O quizás sus experimentos le han producido
heridas (a veces irreparables) o le han “invadido”. Quizás ha estado
experimentando con radiación, o ha construido una máquina para comunicar con
seres de otros planetas, o para transportarles a otros lugares o épocas.
Otra versión del primer guión implica el descubrimiento de alguna alteración
fundamental en las condiciones de existencia de nuestro planeta, a consecuencia
de pruebas nucleares, que llevará a la extinción de toda vida humana en unos
pocos meses. Por ejemplo: la temperatura de la tierra se hace demasiado alta o
demasiado baja para permitir la vida, o la tierra se parte en dos, o es
cubierta gradualmente por el manto de la letal lluvia radioactiva.
Un tercer guión, ligeramente diferente de los otros, está relacionado con un
viaje espacial, a la Luna o algún otro planeta. Comúnmente, los viajeros
espaciales descubre que el territorio extraño que visitan está en estado de
calamitosa emergencia, amenazado por invasores extraplanetarios o próximo a la
extinción por la guerra nuclear. Los dramas finales del primero y del segundo
guion son aquí incorporados, y a ello se añade el problema de salir del planeta
condenado y/u hostil, para regresar a la tierra.
*
Soy,
naturalmente, consciente de que hay miles de novelas de ciencia ficción (su
apogeo fue en los últimos años cuarenta), por no mencionar las transcripciones
de temas de ciencia ficción que con cada vez mayor frecuencia constituyen el
argumento y tema principal de tebeos. Pero me propongo discutir las películas
de ciencia ficción (el período actual comenzó en 1950 y continua, aunque con
mucho menos vigor en la actualidad) como un subgénero independiente, sin
referencia a otros medios de masas –y, más especialmente, sin referencia a las
novelas de las que, en muchos casos, fueron adaptación-. Pues, si bien la
novela y la película pueden compartir el mismo argumento, la diferencia
fundamental entre los recursos de la novela y los del cine determina que sean
muy diferentes.
Ciertamente, en comparación con la novela de ciencia ficción, las películas
correspondientes tienen potencialidades únicas, una de las cuales es la
representación inmediata de lo extraordinario: deformidad y mutación física,
combate con misiles y cohetes, alucinantes rascacielos. Naturalmente, las
películas son flojas allí donde las novelas de ciencia ficción (algunas de
ellas) son fuertes: en lo científico. Pero, en lugar de una elaboración
intelectual, pueden proporcionar algo que las novelas nunca podrían
proporcionar: elaboración sensorial. En las películas, participamos de la
fantasía de vivir la propia muerte y, lo que es más, la muerte de las ciudades,
la destrucción de la humanidad misma, por medio de imágenes y sonidos, y no de
palabras que deben ser traducidas por la imaginación.
Las películas de ciencia ficción no tratan de ciencia. Tratan de la catástrofe,
que es uno de los temas más antiguos del arte. En las películas de ciencia
ficción la catástrofe rara vez es concebida intensivamente; lo es siempre
extensivamente. Es cuestión de cantidad y habilidad. Si se prefiere, es
cuestión de escala. Pero la escala, especialmente en las películas en color y
con pantalla panorámica (donde las películas técnicamente más convincentes y
visualmente más interesantes son las del director japonés Inoshiro Honda y las del
director norteamericano George Pal), lleva el problema a otro nivel.
Así, el cine de ciencia ficción (como un género contemporáneo muy diferente, el happening) está relacionado con la
estética de la destrucción, con las peculiares bellezas que pueden procurarnos
los estragos, la confusión. Y lo más importante de una buena película de
ciencia ficción radica precisamente en la imaginería de la destrucción. De ahí
la desventaja del filme barato, en el que el monstruo aparece o el platillo
aterriza en una pequeña ciudad de aspecto aburrido. (El presupuesto de
Hollywood necesita ordinariamente que la
ciudad esté situada en el desierto de Arizona o en el de California. En The thing from another world (1951), se
supone que el escenario, más bien deteriorado y reducido, corresponde a un
campamento próximo al Polo Norte) No obstante, se han realizado buenas
películas de ciencia ficción en blanco y negro. Pero un presupuesto mayor, lo
que de ordinario significa color, permite una gama de alternativas mucho mayor
entre varias ambientaciones tipo. Está la populosa ciudad. Está el lujoso,
ascético interior del ingenio espacial –el de los invasores o el nuestro-
repleto de aparatos y controles de mando y maquinarias cromadas cuya
complejidad es indicada por la serie de luces de colores que centellean en
ellos y los extraños ruidos que emiten. Está el laboratorio atestado de
formidables cajas y aparatos científicos. Está la sala de conferencias, de
aspecto comparativamente pasado de moda, donde los científicos despliegan mapas
para explicar a los militares el desesperado estado de las cosas. Y cada uno de
estos locales o escenarios modelo está sujeto a dos posibilidades: intactos y
destruidos. Si tenemos suerte, podemos deleitarnos ante un panorama de tanques
que se funden, cuerpos que vuelan, muros que derrumban, horribles cráteres y
fisuras en la tierra, aparatos espaciales que se desploman, abigarrados rayos
mortíferos; y ante una sinfonía de gritos, señales electrónicas sobrenaturales,
la más ruidosa quincallería militar, y los tristes tonos de los lacónicos
habitantes de otros planetas y de sus subyugados terrícolas.
Algunas de las primeras gratificaciones de los filmes de ciencia ficción –por
ejemplo, la representación de la catástrofe urbana en una escala colosalmente
magnificada- son características también de otro tipo de películas.
Visualmente, hay escasa diferencia entre un estrago masivo tal como es
representado en las antiguas películas de horror y monstruos y el que
encontramos en los filmes de ciencia ficción excepto, (una vez más) en la
escala. En los antiguos filmes de monstruos, el monstruo siempre se dirigía a
la gran ciudad, donde le correspondía desmadrarse considerablemente, lanzar
autobuses desde los puentes, retorcer trenes entre sus garras, derribar edificios,
etc. El arquetipo es King Kong, en la
gran película de 1933, de Schoedsack y Cooper, corriendo sediento de sangre,
primero en el pueblo nativo (pisoteando niños, lo que fue recortado en la
mayoría de las copias) y luego en Nueva York. Esto en realidad no difiere en
esencia de Rodan (1957), de Inoshiro
Honda, en la que dos gigantescos reptiles –con una longitud de alas de ciento
cincuenta metros y velocidades supersónicas- con el simple aletear desencadenan
un ciclón que reduce a escombros la mayor parte de Tokio. O la destrucción de
medio Japón por un gigantesco robot gracias al gran rayo incinerador que lanza
por sus ojos en el comienzo de The
Myterians de Honda (1959). O la devastación de Nueva York, Paris y Tokio,
mediante los rayos lanzados por una flota de platillos volantes en Battle in outer space (1960). O la
inundación de Nueva York en When worlds
collide (1951). O el fin de Londres de 1966 descrito en The time machine(1960) de George Pal.
Tampoco difieren estas secuencias en intención estética de las escenas de
destrucción de las espectaculares películas de épocas biblícas y romanas de
orgía, color, espada y sandalia (el fin de Sodoma en Sodoma y Gomorra, de Aldrich, de Gaza en Sansón y Dalila, de Rodas en El
coloso de Rodas, y de Roma en una docena de películas de Nerón.) Griffith
inició esto con la secuencia de Babilonia en Intolerancia y, hasta el día de hoy, no hay nada más excitante que
ver como se desmoronan los costosos decorados.
También en otros aspectos, las películas de ciencia ficción de los años 50
utilizaron temas familiares. Las famosas películas en episodios y los tebeos de
los años 30 sobre las aventuras de Flash Gordon y Buck Rogers, así como la más
reciente ola de superhéroes de historietas con orígenes extraterrestres (el más
célebre de los cuales es superman, un huérfano del planeta Krypton, del que en
la actualidad se suele decir que fue propulsado por una ráfaga nuclear), se
inspiran en idénticos motivos a los de las películas de ciencia ficción más
nuevos. Pero hay una importante diferencia. Las antiguas películas de ciencia
ficción, y la mayoría de los tebeos, mantienen todavía una relación
esencialmente inocente con la catástrofe. Fundamentalmente, ofrecen nuevas
versiones del romance más antiguo de todos, el del héroe poderoso e
invulnerable de misterioso origen, que acude siempre a luchar en defensa del
bien y contra el mal. Las recientes películas de ciencia ficción exhiben un
autentico horror, reforzado por su mucho mayor grado de verosimilitud visual,
que contrasta considerablemente con las viejas películas. La moderna realidad
histórica ha contribuido en gran medida a extender la imaginación de la
catástrofe. Los protagonistas –quizás por la naturaleza misma que de ellos se
nos muestra- han dejado ya de parecer enteramente inocentes.
El señuelo de esta catástrofe generalizada como fantasía es lo que nos libera
de las obligaciones normales. La carta de triunfo de las películas sobre el fin
del mundo –como The day the earth caugth
fire (1962)- es aquella gran escena con Nueva York o Londres o Tokio
vacías, con la totalidad de su población aniquiladas. O como en The world, the flesh and the devil (1957),
toda la película puede consagrarse a la fantasía de ocupar las metrópolis
desiertas y recomenzarlo todo: un mundo a lo Robinson Crusoe.
Otro tipo de satisfacción proporcionado por estas películas es la extrema
simplificación moral, es decir, una fantasía moralmente aceptable, donde se
puede dar cabida a sentimientos crueles o, al menos, amorales. A este respecto,
las películas de ciencia ficción coinciden en parte con las películas de
terror. Este es el innegable placer que obtenemos de la contemplación de
fenómenos de la naturaleza, de seres excluidos de la categoría de lo humano. El
sentido de superioridad sobre el fenómeno, mezclado en distintas proporciones
con la emoción del miedo y la aversión, permite abandonar los escrúpulos
morales, deleitarse en la crueldad. Lo mismo sucede en las películas de ciencia
ficción. En la figura del monstruo del espacio exterior, lo monstruoso, lo feo
y lo rapaz convergen proporcionando un blanco de fantasía para que la honesta
belicosidad se descargue, y para el goce estético ocasionado por el sufrimiento
y el desastre. Las películas de ciencia ficción, son una de las formas más puras
de espectáculo; con ellas, rara vez nos internamos en los sentimientos de
nadie. (Una excepción la tenemos en The
incredible shrinking man, de Jack Arnold, 1957.) Somos meros espectadores;
observamos.
Pero en las películas de ciencia ficción, a diferencia de las de terror, no hay
demasiado terror. La tensión, la emoción violenta, las sorpresas, son
desechadas en su mayor parte a favor de un argumento rígido, inexorable. Las
películas de ciencia ficción invitan a una concepción desapasionada, estética,
de la destrucción y la violencia: una concepción tecnológica. Cosas, objeto, maquinarias, desempeñan un papel
protagónico en estas películas. En el decorado de estas películas se encarna
una gama de valores éticos mayor que en la gente. Las cosas, más que los
indefensos humanos, son portadoras de valores, porque las sentimos, más que a
la gente, como fuentes de poder. Según las películas de ciencia ficción, el
hombre, sin sus artefactos, está desnudo. Las cosas representan diferentes valores, son poderosas, son lo que es
destruido y son los instrumentos indispensables para rechazar a los invasores
extraños, o para reparar el ambiente dañado.
*
Las
películas de ciencia ficción son marcadamente moralistas. El mensaje
característico se refiere al uso adecuado, o humano, de la ciencia contra su
uso demente, obsesivo. Comparten este mensaje con las películas clásicas de
horror de los años 30, como Frankenstein, The Mummy, The island of lost
souls, Dr. Jeckill and Mr. Hyde
(Un ejemplo más reciente lo tenemos en la brillante producción Les yeux sans visage de Georges Franju,
1959) En las películas de terror no falta el científico loco, u obseso, o
desviado que persiste en sus experimentos pese a los buenos consejos en contra
que recibe, crea un monstruo, o unos monstruos, y es destruido (frecuentemente
tras reconocer su locura y pereciendo en el esfuerzo, exitoso, por destruir su
propia creación). Una ficción científica equivalente a esta es la del
científico, habitualmente miembro de un equipo, que se rinde ante los invasores
planetarios porque “su” ciencia es más avanzada que la “nuestra”.
Este es el caso en The misterians, y,
fiel a las formas, el renegado ve finalmente su error y destruye desde el interior
el artefacto espacial “misteriano”, poniendo así término a su propia vida. En This Island Earth (1955), los habitantes
del sitiado planeta Metaluna se proponen conquistar la Tierra, pero su proyecto
es frustrado por un científico metalunano llamado Exeter, que, por haber vivido
un tiempo en la tierra y gustar de Mozart, no puede soportar semejante maldad.
Exeter sumerge su ingenio espacial en el océano después de devolver a una
fascinante pareja (varón y hembra) de físicos americanos a la tierra. Metaluna
muere. En The Fly (1958), el héroe
dedicado por entero a sus experiencias de laboratorio con una máquina de
transmisión de materia, se utiliza a sí mismo como sujeto experimental, cambia
su cabeza y sus brazos por pares equivalentes a una mosca que ha caído
accidentalmente en el artefacto y se convierte en un monstruo; con su último
resto de voluntad humana destruye su laboratorio y ordena a su esposa que le
mate. Su descubrimiento, para el bien de la humanidad, se pierde.
Los científicos de las películas de ciencia ficción, al constituir una especie
intelectual claramente etiquetada, son
siempre propensos al colapso nervioso o a la pérdida del tino. En Conquest of space (1955), el comandante
científico de una expedición internacional a Marte empieza a preocuparse
súbitamente por la blasfemia que la empresa supone, y comienza a mitad del
viaje a leer la Biblia, en vez de atender sus funciones. El hijo del
comandante, que es el segundo comandante y siempre se dirige a su padre
llamándole “general”, se ve forzado a matar al viejo cuando este intenta
impedir que el ingenio espacial aterrice en Marte. En esta película se expresan
los dos aspectos de ambivalencia respecto de los científicos. Generalmente,
para que estas películas traten con entera simpatía una empresa científica, se
requiere el certificado de utilidad. La ciencia, considerada sin ambivalencia,
representa una respuesta efectiva al peligro. La curiosidad intelectual
desinteresada rara vez se presenta en una forma distinta de la caricatura, como
demencia maníaca separada de las relaciones humanas normales. Pero esta
sospecha suele dirigirse más hacia el científico que a su trabajo. El
científico creador puede convertirse en mártir de su propio descubrimiento,
accidentalmente o por llevar las cosas demasiado lejos. Pero ello implica la
posibilidad de que otros individuos menos imaginativos –en resumen, los
técnicos- puedan administrar el mismo descubrimiento mejor y con más seguridad.
La más arraigada desconfianza contemporánea respecto del intelecto se dirige,
en estas películas, al científico en cuanto intelectual.
El mensaje de que el científico es quien libera fuerzas que, de no ser
controladas para el bien, podrían destruir al hombre mismo, parece bastante
inofensivo. Una de las imágenes más antiguas del científico es la del Próspero
de Shakeaspeare, el estudioso superdistanciado obligado a retirarse de la
sociedad a una isla desierta, que controla solo parcialmente las fuerzas
mágicas en las que se interesa. Igualmente clásica es la figura del científico
satánico (El Dr. Fausto y los relatos de Poe y Hawthorne). La ciencia es magia
y el hombre siempre ha sabido que hay magia negra así como también magia
blanca. Pero no basta con advertir que las actitudes contemporáneas –tal como
lo reflejan las películas de ciencia ficción- siguen siendo ambivalentes, que
el científico es tratado a la vez como personaje satánico y como salvador. Las
proporciones han cambiado debido al nuevo contexto en que la antigua admiración
y el antiguo temor al científico se han situado. Pues, en efecto, su esfera de
influencia ha dejado de ser local, tanto por lo que respecta a él como por lo
que respecta a su comunidad inmediata. Ahora es planetaria, cósmica.
Se
tiene la impresión, especialmente ante las películas japonesas, pero no solo
ante ellas, de que existe un trauma masivo en lo tocante al uso de armas
nucleares y la posibilidad de futuras guerras nucleares. La mayoría de estas
películas de ciencia ficción dan testimonio de este trauma y, en cierto
sentido, intentan exorcizarlo.
El despertar accidental del monstruo superdestructivo que ha dormido en la
tierra desde la prehistoria suele ser una metáfora obvia de la Bomba. Pero hay
también muchas referencias explícitas. En The
Mysterians, una aeronave espacial del planeta Misterioide ha aterrizado en
el planeta Tierra, cerca de Tokio. Por haberse practicado en Misterioide la
guerra nuclear durante siglos (su civilización es “más avanzada que la nuestra”),
el noventa por ciento de los nacidos en el planeta deben ser eliminados en el
momento del parto, a causa de las deficiencias producidas por inmensas
cantidades de estroncio 90 en su dieta. Los misterianos han venido a la Tierra
para casarse con terrícolas, y posiblemente dominar nuestro relativamente
incontaminado planeta… En The Incredible Schrinking
Man, el héroe John Doe es víctima de una ráfaga radiactiva que flota sobre
el agua mientras él rema con su mujer, la radiación tiene por consecuencia una
reducción cada vez mayor de su tamaño, hasta que al final de la película
atraviesa la fina malla de una cortina convertido en “el infinitamente pequeño”.
En Rodan un horda de monstruosos
insectos carnívoros prehistóricos y finalmente una pareja de gigantescos
reptiles voladores (los prehistóricos Arqueopteryx) salen de unos huevos
conservados en vida latente en las profundidades del pozo de una mina a
consecuencia del impacto de explosiones nucleares experimentales, y llegan a
destruir buena parte del mundo antes de ser engullidos por la lava de una
erupción volcánica… En la película inglesa The
day The Earth Caugth Fire dos bombas de hidrógeno probadas simultáneamente
por Estados Unidos y Rusia, modifican en 11 grados la inclinación del eje de la
Tierra y alteran su órbita de un modo tal que esta comienza a acercarse al sol.
Las víctimas de la radiación –en último término, la concepción del conjunto del
mundo como víctima de pruebas nucleares y guerra nuclear- representan la más
ominosa de todas las nociones a que refieren las películas de ciencia ficción.
Los universos se tornan prescindibles. Los mundos se contaminan, se vuelven
ígneos, se consumen, perecen. En Rocketship
X M (1950) exploradores terrícolas aterrizan en Marte, donde descubren que
la guerra atómica ha destruido la civilización marciana. En War of the Wolrds (1953), de George Pal,
criaturas de Marte, de piel escamosa, rojiza, largas y delgadas, invaden la
Tierra porque su planeta se ha hecho demasiado frío para ser habitable. En This Island Earth, también
norteamericana, el planeta Metaluna, cuya población se ha visto obligada a
vivir bajo la tierra a causa de la guerra, está a punto de desaparecer, víctima
de los ataques con misiles de un planeta enemigo. Las disponibilidades de
uranio que proporcionan la energía del campo de fuerza que protege Metaluna, se
ha agotado; y una fracasada expedición es enviada a la tierra para reclutar
científicos terrícolas que creen nuevas fuentes de energía nuclear. En The Damned (1961), de Joseph Losey,
nueve niños radiactivos congelados son criados por un científico fanático en
una oscura cueva de la costa inglesa, y preparados para ser los únicos
supervivientes del inevitable Apocalipsis nuclear.
Hay
una considerable cantidad de ilusionismo en las películas de ciencia ficción,
en ocasiones conmovedor, en ocasiones deprimente. Una y otra vez se percibe el
anhelo de una “guerra buena”, que no plantee problemas morales, que no admita
calificaciones morales. La imagineria de las películas de ciencia ficción
quiere satisfacer al adicto más belicoso a las películas de guerra, pues gran
parte de las satisfacciones de las películas de guerra pasan sin transformación
a las películas de ciencia ficción. Ejemplos: Las batallas entre “cohetes de
combate” terráqueos y artefactos espaciales invasores en Battle in outer space (1960); la cada vez mayor potencia del fuego
en los sucesivos ataques a los invasores en The
Mysterians, que Dan Talbot describió correctamente como un holocausto
ininterrumpido, el espectacular bombardeo de las fortalezas subterráneas de
Metaluna en This Island Earth.
No obstante, la belicosidad de las películas de ciencia ficción es, al mismo
tiempo, hábilmente canalizada hacia el deseo de paz o, al menos, de
coexistencia pacífica. Generalmente hay un científico que recuerda
sentenciosamente el hecho de que fue necesaria la invasión al planeta para que
las naciones en guerra de la Tierra volvieran a sus cabales y suspendieran sus
propios conflictos. Uno de los principales temas de muchas películas de ciencia
ficción –generalmente de las de color porque tienen el presupuesto y los
recursos adecuados para desplegar el espectáculo militar- es la fantasía de las
Naciones Unidas, una fantasía de guerra en la unidad. (Este mismo tema, lleno
de esperanzas de las Naciones Unidas fue explotado recientemente en una
película espectacular, ya no de ciencia ficción, Fifty Five Days in Pekin (1963). En ella, cosa que no deja de ser
tópica, los chicos, los bóxers, desempeñan el papel de los invasores marcianos
que unen a los terrícolas, en este caso Estados Unidos, Inglaterra, Rusia,
Francia, Alemania, Italia y Japón.) Un desastre de proporciones considerables
cancela todas las enemistades y determina la concentración extrema de los
recursos de la Tierra.
La ciencia –la tecnología- es concebida como la gran unificadora. De este modo,
las películas de ciencia ficción proyectan también una fantasía utópica. En los
modelos clásicos del pensamiento utópico, La República de Platón, la Ciudad del
Sol de Campanella, la Utopía de Moro, la tierra de los Houthnhnms de Swift, el
Eldorado de Voltaire, la sociedad ha elaborado un perfecto consenso. En estas
sociedades, la racionalidad ha conseguido una inquebrantable supremacía sobre
las emociones. Al no haber desacuerdo ni conflicto social intelectualmente
verosímil, ninguna sería posible. Como en Typee,
de Melville, “todos piensan lo mismo”. El gobierno universal de la razón
significa consenso universal. Es también interesante que en las sociedades en
las cuales la razón era descrita poseedoras de un modo de vida ascético o
materialmente frugal o económicamente simple. Pero en la comunidad utópica
mundial proyectada por las películas de ciencia ficción, totalmente pacificada
y regulada por el consenso científico, sería absurda la demanda de simplicidad
en la existencia material.
*
Y,
con todo, en las películas de ciencia ficción, junto a la esperanzadora
fantasía de simplificación moral y unidad internacional que estas encarnan,
acechan las más profundas angustias por la existencia contemporánea. Y no me
refiero solamente al muy real trauma de la bomba –que ha sido utilizada, que
las hay en la actualidad en número suficiente para matar repetidas veces a
todos los habitantes de la tierra y que las que existen muy bien podrían ser
utilizadas-. Además de estas nuevas angustias por la catástrofe física, de la
perspectiva de una mutilación universal y aún una mutilación, las películas de
ciencia ficción reflejan poderosas angustias por la condición psicológica
individual.
Pues las películas de ciencia ficción, en efecto, también pueden ser descritas
como una mitología popular para la imaginación negativa contemporánea de la impersonal. Las criaturas de otros
mundos que pretenden dominarnos son “aquello”, no “ellos”. Los invasores
interplanetarios son de ordinario seres de ultratumba, por así decirlo. Sus
movimientos son fríos y mecánicos, torpes o sinuosos. Pero vienen a ser lo
mismo. Si son de forma no humana, avanzan con movimientos absolutamente
regulares, inalterables (salvo por la destrucción). Si su forma es humana,
-vestidos con trajes espaciales, etcétera-, entonces obedecen a la más rígida
disciplina militar y no exhiben, en ningún caso, característica personal
alguna. Y, de lograr su propósito, será este régimen de ausencia de emociones,
de impersonalidad, de disciplina férrea, el que impondrán sobre la Tierra. “No
más amor. No más belleza. No más dolor”, proclama un terrícola converso en The Invasion of the Body Snatchers
(1956). Los niños, medio terrícolas, medio extraterrestres de The Village of the Damned (1960),
carecen por entero de emociones, se mueven en grupo y se comunican por
telepatía, poseyendo todos ellos intelectos prodigios; todos son la avanzadilla
del futuro, el hombre en su próximo estadio de desarrollo.
Estos invasores cometen un crimen peor que el asesinato. No se contentan con
matar a l persona. La borran por entero. En War
of the Worlds, el rayo lanzado desde el cohete espacial desintegra todas
las personas y todos los objetos que encuentra a su paso, dejando de ellos, por
toda huella, un rastro de ceniza. En The
H-Man, de Honda, la mancha creciente funde toda la materia orgánica con la
que entra en contacto. Si la mancha, que asemeja un enorme trozo de gelatina
roja y que puede arrastrarse por los suelos y subir bajar de los muros, llega a
los pies de un individuo, todo lo que queda de él es un montón de ropas en el
piso. (Una mancha más articulada y que modifica su tamaño es el villano de la
película inglesa The Creeping Unknown
1956.) En otra versión de esta fantasía, el cuerpo es respetado, pero la
persona es enteramente reconstruida en su condición de sirviente o agente
autómata de los poderes extraños. Esta es, naturalmente, la fantasía del
vampiro con otros ropajes. La persona, en realidad, está muerta, pero no lo
sabe. Es la negación de la muerte; se ha convertido en la negación de la
persona. Lo mismo sucede a toda la ciudad de California en The Invasion of the Body Snatchers, a varios científicos terráqueos
en This Island Earth, y a distintos
inocentes en It Came from Outer Space, Attack
of the Puppet People (1958) y The
Brain Eaters (1958). Así como la víctima rehuye siempre el horripilante
abrazo del vampiro, los personajes de las películas de ciencia ficción siempre
se resisten a ser <>; quieren retener su humanidad. Pero
una vez realizado el acto las víctimas se muestran, eminentemente satisfechas
de su condición. No han sido convertidas de la amabilidad humana a la
monstruosa avidez de sangre “animal” (una exageración metafórica del deseo
sexual), como en la antigua fantasía del vampiro. Simplemente, se han tornado
más eficientes: el modelo por excelencia del hombre tecnocrático, purgado de sus
emociones, sin voliciones, tranquilo, obediente a todas las órdenes (El oscuro
secreto de la naturaleza humana solía ser el renacimiento de lo animal, como en
King Kong. La amenaza al hombre, su
disponibilidad para la deshumanización, radicaba en su propia humanidad. Ahora,
se supone que el peligro reside en que el hombre se convierta en máquina)
La regla, naturalmente, es que esta irremediable y horrible forma de asesinato
pueda terminar con cualquiera de los personajes de la película, excepto, con el
héroe. El héroe y su familia, gravemente amenazados, siempre se libran de este
destino, y, al final de la película, los invasores han sido rechazados o
destruidos. Solo conozco una excepción: The
day that Mars Invaded Earth (1963), en la que, después de las luchas
habituales, el héroe científico, su mujer y sus dos niños son
<> por los extraños invasores… y eso es todo. Los últimos
minutos del filme nos muestran su desintegración por los rayos marcianos y sus
siluetas de cenizas que se desvanecen al caer en su piscina vacía, mientras sus
simulacros se alejan en el coche de la familia. Otra variante, si no un desvío
profundo de la regla, la tenemos en The
Creation of the Humanoids (1964) donde el héroe descubre, al final de la
película, que también él ha sido convertido en un robot de metal, completo, con
una eficiencia superior e interiores mecánicos virtualmente indestructibles,
aunque sin saberlo ni descubrir en si ninguna diferencia. Sin embargo,
comprende que no tardara en ascender a “humanoide”, con todas las propiedades
de un hombre real.
De todos los motivos habituales de las películas de ciencia ficción, quizás
esta tesis de la deshumanización sea la más fascinante. Pues, como he indicado,
difícilmente cabe una situación mixta como en las antiguas películas vampiros.
La actitud de las películas de ciencia ficción respecto de la
despersonalización en ambigua. Por una parte, la deploran como el supremo
horror. Por la otra, ciertas características de los invasores deshumanizados,
moduladas y disfrazadas –como el predominio de la razón sobre los sentimientos,
la idealización del trabajo en equipo y de las actividades científicas
creadoras de consenso, así como un marcado grado de simplificación moral- son,
precisamente, rasgos del sabio-científico. Es interesante comprobar que en
estas películas, cuando el sabio es tratado negativamente, suele serlo mediante
el retrato de un científico individual absorto en su laboratorio, que descuida
a su prometida o a su amante esposa y a sus niños, obsesionado por sus audaces
y peligrosos experimentos. El científico, en cuanto miembro leal de un equipo y
por lo tanto, mucho menos individualizado, es tratado muy respetuosamente.
No hay absolutamente ninguna crítica social, ni siquiera del tipo más
implícito, en las películas de ciencia ficción. No hay crítica alguna, por
ejemplo, de las condiciones de nuestra sociedad que crea la impersonalidad y la
deshumanización que las fantasías de la ciencia ficción desplazan a la
influencia de un “aquello” extraño. Asimismo, es desconocida la noción de
ciencia como actividad social relacionada con intereses sociales y políticos.
La ciencia no pasa de ser aventura (para bien o para mal), o respuesta técnica
al peligro. Y, característicamente, cuando el temor a la ciencia es supremo –cuando
la ciencia es concebida como magia negra más que como magia blanca-, el mal no
tiene atribución alguna más allá de la perversa voluntad del científico individual.
En las películas de ciencia ficción, la antítesis entre magia negra y magia
blanca es presentada como una brecha entre la tecnología, con sus efectos
benéficos, y la voluntad individual errante de un intelectual solitario.
Así, las películas de ciencia ficción pueden ser pensadas como alegoría
temáticamente central, repleta de actitudes modernas corrientes. La tesis de la
despersonalización (ser “poseído”), de la que he estado hablando, es una nueva alegoría,
que refleja la vieja conciencia del hombre de que, aún cuerdo, está siempre
peligrosamente próximo a la locura y a la sinrazón. Pero aquí hay algo más que
una reciente imagen popular que expresara la perpetua, aunque en gran parte
inconsciente, angustia del hombre por su cordura. La imagen obtiene la mayor
parte de su fuerza de una angustia complementaria e histórica, que tampoco
experimenta conscientemente la
mayoría de la gente, por las despersonalizantes condiciones de la vida urbana
moderna. De modo semejante, no basta con advertir que las alegorías de la
ciencia ficción constituyen uno de los nuevos mitos –es decir, una de las
maneras de adaptarse y negar- sobre la perenne angustia humana sobre la muerte.
(Los mitos del cielo y el infierno y los fantasmas tuvieron la misma función.)
Pues, de nuevo, hay una vuelta d tuerca históricamente especificable que
intensifica la angustia. Me refiero al trauma sufrido por todos a mediados del
siglo XX, cuando se vio con claridad que, desde entonces y hasta el término de
la historia humana, todas y cada una de las personas pasarían su vida
individual bajo la amenaza, no solo de su propia muerte, que es segura, sino
bajo la sombra de algo psicológicamente casi insoportable: la incineración y la
extinción colectivas, que pueden sobrevenir en cualquier momento, prácticamente
sin advertencia.
Desde un punto de vista psicológico, la imaginación del desastre no difiere
mucho de un período histórico a otro. Pero si lo hace desde un punto de vista
político y moral. La expectativa del apocalipsis puede representar la ocasión
de una desvinculación radical de la sociedad, como cuando millares de judíos europeos
orientales, en el siglo XVII, a oír que el Sabatai Zeví había sido proclamado
mesías y que el fin del mundo era inminente, abandonaron sus hogares y
ocupaciones y se pusieron en marcha hacia Palestina. Pero la gente acoge las
noticias de su destino de diversas maneras. Se dice que en 1.945 la población
de Berlín recibió sin gran agitación la noticia de que Hitler había decidió matarlos
a todos, antes de la llegada de los aliados, porque no habían sido capaces de
ganar la guerra. Estamos, ¡ay!, más cerca de los berlineses de 1.945 que de los
judíos de la Europa Oriental del siglo XVII; y nuestra respuesta también es más
próxima a la de ellos. Lo que quiero decir es que la imaginería del desastre en
la ciencia ficción es, sobre todo, el emblema de una respuesta inadecuada. No pretendo apoyarme solo en las películas al
hacer tal proposición. Las películas son solo una muestra, carente de toda
sofisticación, de la inadecuación de la respuesta de la mayoría de la gente a
los terrores inasimilables que infestan la conciencia. El interés de las
películas, aparte del considerable valor de su encanto cinematográfico,
consiste en este cruce entre un producto ingenuo y en gran parte adulterado del
arte comercial y los dilemas más profundos de la situación contemporánea.
*
La
nuestra es, verdaderamente, una época de penurias. Vivimos bajo la continua
amenaza de dos destinos igualmente temibles, pero en apariencia opuestos: la
banalidad inagotable y el terror inconcebible. Es la fantasía, servida en
abundantes raciones por las artes populares, lo que permite la mayoría de la
gente hacer frente a estos dos espectros gemelos. Porque un servicio que la
fantasía puede rendirnos es el elevarnos por encima de la insoportable rutina y
distraernos de los terrores –reales o anticipados- mediante la huída a lo exótico,
a situaciones peligrosas con finales felices de último minuto. Pero otra de las
cosas que la fantasía puede hacer es normalizar lo psicológicamente
insoportable, habituándonos así a ello. En un caso, la fantasía embellece al
mundo; en el otro, lo neutraliza.
La fantasía de las películas de ciencia ficción realiza las dos tareas. Las
películas reflejan angustias extendidas por todo el mundo y sirven para
aliviarlas. Inculcan una extraña apatía respecto de los procesos de
irradiación, contaminación y destrucción que, personalmente, encuentro obsesionantes
y deprimentes. El ingenuo nivel de las películas modera hábilmente el sentido
de alteridad, de alienidad, respecto de lo groseramente familiar. En
particular, el diálogo de la mayoría de las películas de ciencia ficción, que
es una validad monumental, pero que muchas veces conmovedoras, las hace
maravillosamente, inintencionadamente divertidas. Frases como “De prisa, corre,
hay un monstruo en mi bañera”, “Hay que hacer algo”, “Espere profesor, le
llaman por teléfono”, “pero, es increíble” y ese antiguo recurso norteamericano
“espero que funcione”, son hilarantes en el contexto del pintoresco y
ensordecedor holocausto. Sin embargo, las películas también contienen algo que
es doloroso y de una seriedad mortal.
En un aspecto, todas estas películas están en complicidad con lo repugnante. Lo
neutralizan, como he dicho. Quizá no se trate sino del modo en que todas las
artes arrojan a sus espectadores en un círculo de complicidad con la cosa
representada. Pero en estas películas tenemos que habérnoslas con cosas que son
(muy literalmente) impensables. Aquí, el pensar lo impensable –no a la manera
de Herman Kahn, en cuanto tema de cálculo sino en cuanto tema de fantasía- se
convierte, no importa cuán inadvertidamente, en un acto en cierto modo
incuestionable desde un punto de vista moral. Las películas perpetúan tópicos acerca
de la identidad, la volición, el poder, el conocimiento, la felicidad, el consenso
social, la culpa, la responsabilidad, que, en el mejor de los casos, no
contribuyen a resolver nuestra actual penuria. Pero las pesadillas colectivas
no se pueden desvanecer mostrando que son, intelectual y moralmente engañosas.
Esta pesadilla, la reflejada en varios tonos, en las películas de ciencia
ficción- está demasiado próxima a nuestra realidad.
(1965)