“Cogeme,
negro, cógeme”, venía gritando la adolescente bailarina de cumbia. “Que
grandote y fuerte! Dame con todo, sacudime la persiana, enterramela hasta el
fondo, enjuagame el duodeno.” Todo mientras Henry estacionaba y Suni entraba en
la casa quejándose del bolonqui que armaron las negras en el auto. “Nada, che,
cosa de negras”. “Mira que no te perdono”, le dijo Cucurto. Eso evidentemente
la calentó más, a tal punto que comenzó a gritar y a suplicar “¡Por favor,
reventame, negrote! ¡Dame con todo, teñime las tripas de blanco, pasteurizame
el hígado!”. Dicho esto, y sin preámbulos ni alharacas de por medio, la
desprejuiciada pubercita se arrodilló ante el Dios Morcillon del negro, al
tiempo que se desprendía el sueter haciendo volar los tres botoncitos censores,
dejando al descubierto un buen par de pechugas blancas. Con la lengua le bajaba
el slip y con los labios le succionaba los huevos. Era increíble que con tantas
cosas en la boca pudiera hablar, pero así sucedía: “Dale, yararacita de mi
corazón, despertá mi vida. ¡Dale Tarzán, pela la liana! ¡Dale poroncha,
escupime la carita! ¡Tirame cremita para el cutis!”. Cucurto no pudo soportar
tanto cinismo dialéctico y la agarró fuerte de un brazo, la llevó para el
jardín, le estampó un furioso beso tucumano y la arrojó sobre unas rosas
carísimas traídas de Tokio. Por un momento se sintió Monzón filmando La Mary. Le levantó la pollera hasta más
arriba del ombligo, le corrió la bombacha rosa y sin pestañear se la enterró
hasta el fondo. Después la sacó y se la volvió a ensartar, ahora en estilo
“gallinita”, con las piernitas bien arriba, pinchándose con las espinas
picantes y jugosas de unas rosas traídas de Nigeria. ¡Oh rosas negras
nigerianas, si hablaran! Las rosas negras se reentusiasmaron con el cuero
grasiento de Cucurto… cuero a base de guissos carroñeros y tucos de mondongos…
La tenía enterradísima bien en el fondo; gemía, elegante, la modelito para la
cámara. ¡Si acá no hay cámara, atorranta! Contra todo pronóstico, la jovenzuela
se desfaldó dando dos o tres saltitos hacia adelante como una conejita,
quedando así de espaldas a Cucurto. Arrodillada como estaba en el pasto ralo se
abrió las nalgas todo lo que pudo, casi hasta desgarrarse. El sexo trasero de
la bailarina se abría como una flor nocturna. La sangre obedeció al llamado del
músculo y Cucurto se le fue encima febrilmente. Le tironeaba los cabellos a un
ritmo de hechicero tribal, mientras ella soportaba estoicamente los movimientos
del músico. Washington depositó su primer voto ganador en la urna carnal.
Después le devolvió una cana al perro, o le quitó un bigote al gato, lo mismo
es. “¿Cómo te llamás?”. “Ari, Arielina”. “Te amo, mi amor. ¡Arielina!”, dejó
entreoír Cucurto entre los jadeos y frases sueltas a la vez que le daba a la
chiquilina un profundo beso de amor. “Y vos, me amás?” le preguntó. “¡Si ni
siquiera se tu nombre!...”. “Igual, no me importa!”, “¡Si! ¡Si! ¡Te amo
morochazo de mi vida!”, se estremecía la bailarina a medida que Cucurto
bombeaba con más fuerza. “¡Morochazo porongudo y demoledor! ¡Me vas a dejar la
concha como una cacerola!”, grito Arielina al borde del orgasmo. Los enormes
ojos celestes se le aguaron, estaba cerca del llanto. Cucurto le daba tiernos
besos en la nuca. Y le repetía mil veces que la amaba. La jovenzuela, para no
ser menos, comenzó a tirarle los pelos de los huevos produciendo el efecto
“palmadita”. Progresivamente se fueron poniendo en posición 69; Washington le
mamaba la vagina y le sorbía el clítoris como si fuera la cantimplora de un
maratonista después de una carrera. Ella no se quedaba atrás por nada del mundo
y de vez en cuando ejecutaba alguna jugada maestra. Ahora le daba tiernos
moriscos al grueso anillo de piel que se formaba alrededor del glande. La picha
cucurtiana se hinchaba más y más a medida que recibía los golosos ejercicios,
hasta que finalmente descargó un latigazo de frustradas cruzas, mestizajes y
truncas descendencias. ¡Toda una generación acabada! ¡Tirada por la borda!
¡Hecha polvo! ¡Dentro de la boca de la apasionada señorita! Que, lejos de
alejarse, succionaba más y más hasta tener la boca llena de generaciones
enteras de paraguayitos y bailanteros; de deleitaba la niña con las
generaciones en la boca. ¡Ah, el hermoso cuenco bucal de la bailarina es el
hogar de esas generaciones que no serán! ¡Ah, la maternal vasija de saliva,
calcio y sarro de la mejor cumbia del mundo! ¡Generaciones enteras que nunca
bailarán! ¡Morochitas que nunca exhibirán su belleza en el fragor de la
bailanta! ¡Músicos que nunca compondrán!... He aquí bailando por única vez, por
única vez conviviendo en la boca de esta niña, en los labios apretados que le
niegan el mundo. ¡La maliciosa boca de una mujer terminará acabando con
generaciones enteras! ¡Sin duda, deliciosas criaturas perfumadas! ¡En el beso
de sus boquitas pintadas se esconde el triste destino de la humanidad!
Al no poder soportar a tanta gente en su boca hecha líquido, la púber-impúber comenzó a soltar el semen por la nariz, algo nunca visto pero siempre oído: el legendario “colmillito de elefante”…
Al no poder soportar a tanta gente en su boca hecha líquido, la púber-impúber comenzó a soltar el semen por la nariz, algo nunca visto pero siempre oído: el legendario “colmillito de elefante”…
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