Así
es que Robert Jordan estaba acostado junto a la muchacha y miraba pasar el
tiempo en su reloj de pulsera. El tiempo pasaba lentamente, casi
imperceptiblemente. El reloj era muy pequeño y no podía ver bien la aguja que
marcaba los minutos. No obstante, a fuerza de observarla y de concentrarse
acabó por adivinarla, por seguirla casi, a fuerza de atención. La cabeza de la
muchacha estaba debajo de su barbilla y al moverla para mirar el reloj sentía
el roce suave de la cabellera rapada, tan viva, sedosa y deslizante como el
pelaje de una marta cuando, después de bien abierta la trampa, se saca al
animalito y le golpea delicadamente para levantarle la piel.
Se le hacía un nudo en la garganta cuando rozaba el cabello de María y al
abrazarla experimentaba una sensación de dolor, de vacío, que desde la garganta
le recorría todo el cuerpo. Con la cabeza baja y los ojos fijos en la esfera
del reloj, en donde la punta de lanza de la aguja fosforescente se movía
lentamente hacia la izquierda, apretó a María contra sí como para retardar el
paso del tiempo. No quería despertarla, pero no quería dejarla tranquila
mientras el fin de la noche se acercaba. Posó sus labios detrás de la oreja y
fue corriéndolos a lo largo del cuello sintiendo con delicia la piel lisa y el
dulce contacto con los pequeños cabellos que crecían en la nuca. Veía la aguja
deslizarse por la esfera y apretaba a María con más fuerza, pasándole la punta
de la lengua por la mejilla y luego por el lóbulo de la oreja, siguiendo las
graciosas circunvoluciones hasta llegar al firme extremo superior. Le temblaba
la lengua y el temblor se adueñaba del vacío doloroso de su interior, mientras
veía la aguja que señalaba los minutos formando un ángulo más agudo cada vez
hacia el punto en donde señalaría una nueva hora. Como ella seguía durmiendo,
le volvió la cabeza y apoyó los labios sobre los suyos. Los dejó allí, rozando
apenas su boca, hinchada por el sueño, y luego los paseo por la boca de la
muchacha en un roce suave y acariciador. Se volvió hacia ella y la sintió
estremecerse todo lo largo de su cuerpo, ligero y esbelto. Ella suspiro en
sueños y, dormida aún, se aferró a él, hasta que la tomó en sus brazos.
Entonces se despertó, juntó sus labios con los de él, oprimiéndoles fuerte y
firmemente, y él dijo:
-Pero el dolor…
-No hay dolor ahora- dijo ella
-Conejito
- No hables. No hables.
Estaban tan juntos, que mientras se movía la aguja que marcaba los minutos,
aguja que él no veía ya, sabían que nada podía pasarle a uno sin que le pasara
también al otro; que no podría pasarles nada sino eso; que eso era todo y
siempre, el pasado, el presente y ese futuro desconocido. Lo que no iban a
tener nunca, lo tenían. Lo tenían ahora y antes, y ahora, ahora y ahora. O
ahora, ahora, ahora; este ahora único, este ahora por encima de todo; este
ahora como no hubo otro, sino solo este ahora, y ahora es tu profeta. Ahora y
por siempre jamás. Ven ahora, ahora, porque no hay otro ahora más que ahora.
Si, ahora. Ahora, por favor, ahora; el único ahora. Nada más que ahora. ¿Y
donde estás tu? ¿Y donde estoy yo? ¿Y donde está el otro? Ya no hay por qué; ya
no habrá nunca por qué. Solo hay este ahora. Ni habrá nunca por qué. Solo este
presente, y de ahora en adelante solo habrá ahora, siempre ahora, desde ahora
solo un ahora; desde ahora solo hay uno, no hay otro más que uno; uno que
asciende, parte, navega, se aleja, gira; uno y uno es uno; uno, uno, uno.
Todavía uno, todavía uno, uno que desciende, uno suavemente, uno ansiadamente,
uno gentilmente, uno felizmente; uno en la bondad, uno en la ternura, uno sobre
la tierra, con los codos pegados a las ramas de los pinos, cortadas para hacer
el lecho, con el perfume de las ramas del pino en la noche, sobre la tierra,
definitivamente ahora con la mañana del día siguiente que va a venir. Luego
dijo, porque lo otro lo dijo solamente in mente y no había hablado: -¡Oh, María,
te quiero tanto! Gracias por esto…
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