Pasaron muchas cosas aquella noche, palabras, gestos, silencios que recordaría toda su vida. Antes de entrar en el comedor, su hermano le cogió por un brazo, le retuvo a su lado hasta que los demás salieron al pasillo, le miró a los ojos. Perdóname, Ignacio, lo siento mucho, si hay alguien que se merece ascender en este ejército... No, perdóname tú a mí, Mateo, no tendría que haberte dicho..., yo también lo siento. Los dos se abrazaron sin decir nada más, y el que sobrevivió recordó para siempre aquel abrazo, lo atesoró entre los instantes más preciosos de su vida, lo evocó con la codicia del avaro que recuenta sus monedas sin cansarse y volvió a vivirlo muchas veces, en los días más duros y en los mejores, entre el deslumbramiento del amor y el acecho de la muerte, entre la velocidad del infortunio y la lentitud de la prosperidad, entre el olor a miedo de los vagones de los trenes, el olor a miedo de las noches al raso y el inconsciente olvido del olor a miedo, y después, con las emociones y los deseos, con los domingos y los días laborables, con el calor del cuerpo de su mujer en noches de invierno muy arropadas y las risas de sus hijos que crecían sin el fardo agotador de su memoria, Ignacio Fernández Muñoz guardó siempre el recuerdo de aquel abrazo como un tesoro sin precio, el salvoconducto que le permitió seguir estando vivo, llegar a ser feliz en un mundo donde ya no existía su hermano
Mateo. Y sin embargo, aquella noche, cuando salió a la calle, recordó sobre todo la mirada de Mariana, aquel brillo metálico, sereno, frío y paciente, despiadado, que sería la luz de su futuro.
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Pero yo amaba a esa mujer. La amaba tanto que, a veces, el amor que sentía por ella me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. La amaba tanto que en aquel momento, mientras sentía que me quedaba sin suelo debajo de los pies y el vacío se cobraba en el centro de mi estómago un precio mucho más alto que el placer de todos los vértigos, la certeza de que nunca volvería a sentir asco ni vergüenza al recordar la luminosa desproporción de su cuerpo desnudo, lograba mantener una hebra de calor en mi corazón entumecido de frío. La amaba tanto que no podía despreciar su silencio... (Pag. 564)