Llego al gimnasio y conscientemente elijo la bicicleta que justamente, evita el espejo. A los 5 minutos de pedalear en el mismo lugar me agito y comienzo a preguntarme ¿Por qué no me voy a casa a ver una película o a terminar la novela de 500 páginas en la que me embarque hace ya dos meses?
Como respuesta, Mr. Hyde me recuerda los 5 kg que aumenté en el último invierno. Entonces me quedo, porque alguna vaga sensación de autorrealización me hace pensar que algún día los bajare.
Mientras, miro a mí alrededor y puedo contar a otras 10 mujeres, cercanas a los 30 años con más de 60 kg. Sometiéndose a las mismas torturas aérobicas que llevo adelante 3 veces por semana.
Asimismo, en el salón del gimnasio puedo identificar a dos hermosas sirenas que sin ningún esfuerzo aparente levantan 40 kg, cuando ellas mismas no deben superar esa cifra. Están ahí generando la envidia y la admiración de todas las otras que en lo único que pueden pensar es en los helados que se tomarían, en las compras que hay que hacer en el supermercado, en los deberes de los chicos, en la depilación y en la cara que pone el esposo cada vez que Anabel Guerrero aparece en la pantalla del televisor.
Un rato después comienzan los aeróbicos. La música solo estimula mi deseo de tirarme por la ventana y huir despavorida hacia un lugar más silencioso y armónico donde no tenga que escuchar el ritmo repetitivo de “I know you want me, you know I want you”. Pero, de nuevo, mi alter ego me dice que me quede, que si vengo mañana de nuevo y no como nada por una semana, talvez, en tres meses, pueda perder alguno de los 10 kilos que ya aumente desde que terminé la secundaria.
A la hora de las sentadillas, tengo la suerte de observar la tanga roja de la señora de mediana edad, que a través de su calza air fit me recuerda la crueldad de la ley de gravedad y es cuando mi indignación llega al límite. ¿Para qué me quedo? ¿Por qué no me resigno que a mis 30 estoy más cerca de ser la versión subdesarrollada de Bridget Jones que de convertirme en la Renée Zellweger morocha? Pero algún remoto sentido de la vanidad me hace quedarme.
No sé bien como, pero ya pasó una hora. La música de Maná suena cerca y sus letras cursis me recuerdan que apenas faltan minutos para salir de ese antro de frivolidad.
Por último, cruzo la puerta cantando “como quisiera poder vivir sin aire” y recordando la escena de Legally blond donde Elle dice: “El ejercicio genera endorfinas, las endorfinas te hacen feliz. La gente feliz simplemente no le dispara a sus maridos!”
Como respuesta, Mr. Hyde me recuerda los 5 kg que aumenté en el último invierno. Entonces me quedo, porque alguna vaga sensación de autorrealización me hace pensar que algún día los bajare.
Mientras, miro a mí alrededor y puedo contar a otras 10 mujeres, cercanas a los 30 años con más de 60 kg. Sometiéndose a las mismas torturas aérobicas que llevo adelante 3 veces por semana.
Asimismo, en el salón del gimnasio puedo identificar a dos hermosas sirenas que sin ningún esfuerzo aparente levantan 40 kg, cuando ellas mismas no deben superar esa cifra. Están ahí generando la envidia y la admiración de todas las otras que en lo único que pueden pensar es en los helados que se tomarían, en las compras que hay que hacer en el supermercado, en los deberes de los chicos, en la depilación y en la cara que pone el esposo cada vez que Anabel Guerrero aparece en la pantalla del televisor.
Un rato después comienzan los aeróbicos. La música solo estimula mi deseo de tirarme por la ventana y huir despavorida hacia un lugar más silencioso y armónico donde no tenga que escuchar el ritmo repetitivo de “I know you want me, you know I want you”. Pero, de nuevo, mi alter ego me dice que me quede, que si vengo mañana de nuevo y no como nada por una semana, talvez, en tres meses, pueda perder alguno de los 10 kilos que ya aumente desde que terminé la secundaria.
A la hora de las sentadillas, tengo la suerte de observar la tanga roja de la señora de mediana edad, que a través de su calza air fit me recuerda la crueldad de la ley de gravedad y es cuando mi indignación llega al límite. ¿Para qué me quedo? ¿Por qué no me resigno que a mis 30 estoy más cerca de ser la versión subdesarrollada de Bridget Jones que de convertirme en la Renée Zellweger morocha? Pero algún remoto sentido de la vanidad me hace quedarme.
No sé bien como, pero ya pasó una hora. La música de Maná suena cerca y sus letras cursis me recuerdan que apenas faltan minutos para salir de ese antro de frivolidad.
Por último, cruzo la puerta cantando “como quisiera poder vivir sin aire” y recordando la escena de Legally blond donde Elle dice: “El ejercicio genera endorfinas, las endorfinas te hacen feliz. La gente feliz simplemente no le dispara a sus maridos!”