Debajo del ombligo, hacia la izquierda tengo una pequeña manchita un poquito más oscura que el resto de la piel. Recuerdo haberla mirado mucho de pequeña cuando con mi hermano íbamos a dormir en la cama de mis padres. Y es que mi madre tiene ese mismo lunar.
Una marca tan inocente, tan cotidiana, tan incorporada que solo años después me permitió darme cuenta que poseo la misma específica pigmentación porque soy hija de mi madre.
De hecho, también llevo una verruguita que tiene mi padre y, para mayor impresión, la comparto con mi hermana menor.
Pero además de estas manifestaciones físicas, hoy, mirarme el lunar me hace pensar en todos los otros "lunares" heredados de mis padres que tengo. Marcas, expresiones, formas de actuar y de pensar que sin desearlo, sin quererlo y sin saberlo determinan mi comportamiento actual. Todas esas cosas que ellos también, sin pretenderlo, dejaron en mi y que invariablemente me determinan y condicionan.
Pensar que tanto tiempo invierte uno criticando a sus padres, descubríendole los defectos, peléandose con ellos porque exigen que hagamos nuestra cama o que nos recibamos de ingenieros nucleares, o aunque sea de Licenciados en comunicación social, para un día, como si nada, mirar una foto (o hacer la cama) y descubrir esas similudes que inevitablemente cargamos y caragremos el resto de nuestras vidas.
Por suerte existe el psicoanálisis, que nos invita a mirarnos, a objetivarnos, a entenderlos y a no repetir historias.
Sin embargo, hoy me pregunto, si cuando llegue a los 52 años no querre ser como mi mamá.